Vivimos una época en la que los grandes retos globales parecen no tener solución. Los expertos hablan de una angustia generalizada que conduce al individualismo. Como los problemas son tan grandes y complejos (emergencia climática, envejecimiento poblacional, el impacto de la robotización y la gran desigualdad entre otros), pensamos que no hay nada que hacer y nos dedicamos a vivir lo mejor posible en nuestro entorno más cercano. A pesar de grandes movilizaciones sociales como la reciente huelga general, es la época del pintxo pote.
Detrás de la resignación se oculta una forma de ver el mundo. Tal y como ha explicado el actual Ministro de Universidades del Gobierno Español, Manuel Castells, la economía es cultura. Nuestra forma de ver el mundo condiciona las estructuras sociales, políticas y económicas que nos rodean. Si pensamos que un cambio sistémico no es posible, tomamos decisiones que son coherentes con esta forma de entender la realidad. Por este motivo, criticamos el monopolio y abuso de las grandes empresas globales como Amazon, Google o Uber, pero en el fondo no creemos que exista una alternativa real a la desigualdad.
Sin embargo, tan sólo hace 40 años, en una situación de colapso de la industria pesada, del final de la dictadura y construcción de un nuevo tejido institucional, a la que se añadían los efectos de la violencia, la sociedad vasca interpretó que un cambio estructural sí era posible. No sólo eso, sino que ante los mismos retos que tenían muchas otras sociedades industriales, se construyeron respuestas totalmente diferentes. Fue el momento de la apuesta por la manufactura avanzada (que las principales instituciones españolas y europeas desechaban), por la economía social (experiencia Mondragón), la instauración de una ley de garantía de ingresos básicos (muy similar a la renta básica) y por la recuperación del euskera, entre muchas otras expresiones de la transformación vivida por la sociedad vasca.
Por algún motivo que todavía no alcanzamos a comprender, nos auto-convencimos de que el cambio era posible y lo pudimos llevar a la práctica en unas claves diferentes. Este hecho histórico tan especial, pero al que nosotros no damos ninguna importancia, es el motivo por el que pensadores tan influyentes como Tomas Piketty o Mariana Mazzucato o como la Comisión Europea, la OCDE o el PNUD están especialmente interesados en la experiencia vasca.
La pregunta fundamental es sí seguimos pensando que hoy es posible una nueva transformación tan importante como la vivida en las últimas décadas. Una transformación que permita modificar nuestra base industrial en una economía circular y baja en carbono, que reinvente las políticas públicas para responder a una población envejecida y que reduzca la desigualdad creciente. En definitiva, si podemos elevar nuestra capacidad de ambición colectiva para dar una respuesta propia a retos que son globales como hicimos en el pasado.
¿Nos atrevemos a transformar el conjunto de la economía vasca en circular como está haciendo Eslovenia? No hablamos de impulsar proyectos de economía circular sino de diseñar una misión colaborativa (como sugiere la Comisión Europea) para convertir toda nuestra economía en un sistema circular. ¿Pensamos que es posible crear cooperativas vascas de larga escala para competir con los modelos de plataforma como Uber, AirBnB y Deliveroo? Los modelos alternativos en los que los proveedores de los servicios son los dueños de estos agregadores digitales miran a Euskal Herria como el único lugar en el que se han construido plataformas cooperativas de larga escala. ¿Consideramos que la actual RGI puede evolucionar hacia nuevos modelos experimentales en los que los jóvenes puedan acceder a un capital público al comienzo de sus carreras como propone Thomas Piketty?
Apostar por este camino nos permitiría posicionar a Euskal Herria como un laboratorio de experimentación masiva para el Desarrollo Humano Sostenible, atraer el conocimiento más avanzado para abordar estos retos globales y poder construir nuestras propias respuestas.